Carrie no es solo una historia de sangre y venganza. Es la historia de una adolescente que deseaba cosas simples:
Ser aceptada, ser querida, ser libre… como las demás chicas de su edad.
Pero en su plan de vida eligió a una madre que le reforzaba la creencia de que el pecado estaba en todo lo que pudiera hacerla feliz. Que toda emoción de bienestar era peligrosa. Que todo anhelo de sentir dicha era “del diablo”.
Y Carrie (atrapada en la culpa inconsciente) proyectó en el mundo la idea de que cualquier deseo era impuro… y merecía castigo.
Además, traía un poder inusual: la telequinesis. Intentó negarlo. Rezaba para que se fuera. Temía que Dios la castigara por tenerlo. Pero al igual que el deseo, cuando el poder se reprime con culpa… no desaparece. Se acumula. Se va haciendo grande en la sombra. Se convierte en rabia, resentimiento y ataque.

La devastadora sensación de no tener lugar en el mundo fue el reflejo de su propia creencia en la separación.
Y terminó explotando… ya no porque el mundo le hiciera nada, sino porque ella ya lo creía de sí misma.
Esta novela, aparentemente de terror, es en realidad una muestra del sistema de pensamiento del ego: de cómo la espiritualidad mal entendida se convierte en represión y castigo. De cómo el deseo negado alimenta la culpa.
No viniste a negar lo que deseas, sino a mirar para qué lo deseas… Y a dejar de atacarte por querer estar bien, como si aún tuvieras que pagar por la culpa de la separación… en lugar de permitirte ser feliz mientras regresas a casa.
Nos vemos en la próxima reseña.
Carrie (Stephen King)
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