Reseña en colaboración con @elcuadernodejennifer en Instagram.
Drácula, de Bram Stoker
Este no es un libro sobre vampiros. Es un reflejo oscuro de lo que más tememos desear.
Drácula es la historia del alma cuando se olvida de sí misma y de sus deseos más profundos, y del cuerpo cuando se convierte en una trampa para satisfacer la falta de significado en este mundo.
El conde no es un monstruo; es la encarnación del deseo reprimido, de lo prohibido que nos seduce. No ataca: invita. Quien cae en su trampa es porque ya lo deseaba. Su sed no es de sangre: es de almas, de cuerpos, de sustitutos… Busca perpetuar su existencia alimentándose de lo que los demás niegan en sí mismos. Es como si su vida fuera la representación de su castillo: fría, vacía y sin alma. Vive de lo que desprecia (los mortales), haciendo de su existencia una contradicción, como una forma de auto-castigo y dependencia humillante. Y aunque en cada rostro busca algo que calme su condena, solo encuentra el vacío de lo que un día despreció: su humanidad.
Mina representa la lucha interna entre la virtud impuesta y el deseo latente. Juzga a Lucy por su libertad, pero en su interior arde la misma llama. Su entrega a Drácula no es sumisión, sino una rendición a lo que siempre estuvo allí, oculto, esperando ser traído a la conciencia.
Jonathan, atrapado entre la razón y la tentación, experimenta el conflicto de una moral que reprime lo que el cuerpo anhela. Su encuentro con las vampiresas lo deja paralizado: “Había una voluptuosidad deliberada que resultaba tanto excitante como repulsiva.” Quiere resistirse, pero lo desea en lo más profundo.
El horror y la oscuridad no residen en el castillo, sino en lo que cada personaje proyecta en Drácula. La verdadera oscuridad del mundo es la que negamos dentro de nosotros mismos.
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